- ¿Qué vas a hacer hoy? - me preguntaron.
- Vamos a repartir leche y bocadillos con el clan (chicos de 17 a 20 años) a las familias indigentes que duerme en las calles en este tiempo – murmuré con la boca pequeña.
Hace dos semanas me invitaron y durante ese tiempo estuve pensando si debía o no ir a esta actividad que me había planteado el grupo scout ecuatoriano. Este tipo de caridad por navidad cada vez me crea más repulsión. Sin embargo, era una actividad que realmente nunca había realizado y quería conocer un poco las condiciones de las personas que en teoría íbamos a ayudar. Y claro, por qué no, tenía interés en ver cómo reaccionaban los chavales cuando daban la leche y los bocatas a los indigentes y viceversa.
Durante la tarde nos separamos. Unos se dedicaron a hacer los sándwiches y otros la leche con chocolate. Nos dejaron el pequeño restaurante de la familia de uno de los chavales y al viaje estilo de desayuno de campamento, con grandes perolas y mucho cachondeo, empezamos a calentar la leche.
Sobre las 21:00 todo estaba más o menos listo y empezamos a llevar el chocolate y los bocatas a una de las calles más frecuentadas de Quito y donde se suponía se encontraban muchas familias que dormían en la calle.
“Cualquiera que viaje en coche por las calles de Dhaka está sometido sin descanso al acoso de los mendigos.
Frente a tanta miseria surge espontáneo dar limosna. Cuando se acerca un leproso, con los miembros que no son más que muñones, la primera reacción es meter la mano al bolsillo y sacar una oferta que para nosotros es ínfima, sin importancia, pero para el que la recibe puede constituir un patrimonio. ¿Es útil esto? En la mayoría de los casos, en mi opinión, no solamente no es útil, sino que es realmente dañino.
Da solamente, al donante, la impresión de hacer hecho algo, Es un gesto para callar la conciencia, pero no resuelve verdaderamente el problema y al contrario, nos libera de enfrentarlo en la sustancia. Dando limosna nos quitamos la preocupación. Pero, ¿por cuánto tiempo?
La dádiva de dinero no constituye una solución, ni a corto ni a largo plazo. El mendigo pasará a otro carro, luego a otro más, confiando para sobrevivir en un mecanismo de salida. Para enfrentar honradamente el problema deberíamos comprometernos a encaminar un proceso: si el donante abriera la puerta del carro y preguntara al mendigo cuál es su problema, cómo se llama, cuántos años tiene, qué sabe hacer, si necesita asistencia médica y así por el estilo, esa sería una manera de ayudar de veras.
Pero entregar una moneda significa implícitamente invitar al mendigo a desaparecer, es una forma de librarse cómodamente del problema.
No afirmo que se deba ignorar el deber moral de ayudar, o el instinto de socorrer a los necesitados, digo tan sólo que la ayuda debe tomar una forma diferente.
Desde el punto de vista del destinatario, la caridad puede tener efectos devastadores. Quien recoge dinero mendigando no está motivado a mejorar; el enfermo no querrá hacerse curar, temiendo perder su fuente de ganancia. Existen, incluso, rackets de mendigos que cogen a los recién nacidos y los encierran en ciertas vasijas, para hacerlos crecer deformes y usarlos para la mendicidad.
En todo caso, mendigar priva al hombre de su dignidad. Quitándole el incentivo de proveerse de lo necesario con el trabajo, lo hace pasivo e inclinado a una mendicidad parasitaria: ¿Para qué fatigarse, cuando basta tender la mano para ganarse la vida?
Cuando veo a un niño que pide limosna, debo hacer un esfuerzo de voluntad para resistir el impulso de dar. Y yo también, a veces, regalo un poco de dinero: en caso de enfermedad, de una madre con un niño en riesgo de morir, o en otras situaciones de extrema necesidad; pero, en lo posible, intento controlar este impulso.
El mecanismo que actúa en el nivel individual es el mismo que interviene, a una escala mayor, en el campo de las ayudas internacionales. La dependencia del socorro internacional favorece a aquellos gobiernos que demuestran mayor capacidad para atraer a su país ingentes contribuciones.
Quien defiende la necesidad de contar con sus propias fuerzas adoptando una política de austeridad y trabajo, es burlado. Pero, aceptar ayudas alimenticias significa por ejemplo, perpetuar la carencia de este tipo de bienes: los importadores y exportadores de cereales, los transportistas, los funcionarios encargados de la búsqueda y distribución de las provisiones, todos ellos tendrán algo que perder en la eventualidad de la autosuficiencia alimenticia.
En vez de dedicarse a buscar soluciones locales, se crean así las condiciones para la instauración de una economía distorsionada y un clima político que favorece a los gobiernos hábiles en complacer a los donantes y a los empresarios, con la correspondiente proliferación de postulantes y funcionarios corruptos”
El coordinador del grupo entiende y apoya esta perspectiva pero dado que para él es su primer año coordinando el grupo y esta actividad tenía ya mucha tradición, prefiere esperar al próximo año para modificar cualquier cosa. Llegamos a la calle en cuestión. En un principio no parece que vaya a haber muchos niños o familias. Sin embargo, los indigentes se conocen donde están unos y otros y en cuanto ven a lo que venimos se avisan de manera que rápidamente teníamos unas veinte personas rodeando las furgonetas esperando a recibir lo que traíamos.
Vuelvo a la parte de atrás de la camioneta. Voy con los rovers, de pie, sintiendo el viento, las luces, el ruido, el tráfico...Siento la soledad rodeada de bullicio. Siento la excitación de la gente y de toda la comitiva. Las conversaciones de las gente denotan diversión y alegría pero a mi nada me parece divertido. Siento que no soy nadie para juzgar la alegría de estas personas, y no se si cabrearme, irme, seguir… En la siguiente parada, me decido a empezar yo también a repartir la leche y los bocadillos. Los niños me miran a la cara y me replican: -Señor, que Dios te lo pague-. Yo sólo puedo acariciarles el pelo y contestarles que nadie tiene que pagarme nada. Por cada agradecimiento que me hacen, siento como si recibiese una pequeña puñalada. El silencio es el único escudo e intento repartir las cosas sin implicarme demasiado con la gente. Sólo puedo mirar compasivamente y soy incapaz de mantener la mirada a las personas que me observan fijamente. Pienso en la dignidad y me cuestiono sus principios y fronteras.
Volvemos a montar en la camioneta. Esta vez la conversación de los rovers cambia y se vuelve más seria. Empiezan a hablar de lo que tienen y cómo lo valoran. Recuerdan que cuando eran más pequeños querían tenerlo todo y que ahora se daban más cuenta de las cosas importantes. De algún modo, los chicos al ver a esa gente viviendo en la calle se conciencian de la suerte que tienen. Me alegra oírles. Comienzo a ver cosas positivas en la actividad. Para mi también la situación está siendo muy especial. Estamos recorriendo toda la ciudad y viendo donde y cómo vive toda la gente que se encuentra en la calle.
Bajamos de nuevo en las siguientes paradas. Pregunto a las familias indígenas el porqué duermen en la calle. Muchas no son de aquí. Son de poblados indígenas que han venido a pasar las navidades a Quito, para pedir… Para ello sacrifican su hogar y duermen en una especie de basurero. Mientras reparto los bocadillos, algunas de las niñas me pregunta: - Señor, ¿y no me da usted la navidad? - Recuerdo de nuevo las palabras de Yunus. Es casi la una de la noche y ya no tenemos más sitio a donde ir. Estoy muy cansado y me quiero y no me quiero ir a casa. Me exijo a mi mismo no sentir que mi conciencia está tranquila. Pienso que lo que hemos hecho es casi una obligación. Nuestro deber. - ¿Me das la navidad?- Esa pregunta es recurrente en mi cabeza. No puedo más. Nos llevan a casa y me voy quedando dormido en la camioneta. En casa nos espera mucha gente que están celebrando las vacaciones. Me ofrecerán una copa. Se que aceptaré. Y elegiré olvidarlo todo esta noche. Me pregunto ahora ¿cuál es el camino de la coherencia?