Después de once horas de vuelo, el avión está cruzando por el corredor andino ecuatoriano y llegando a Quito. Son las seis de la mañana, está despejado y mientras avanzamos vamos dejando la increíble visión de los grandes volcanes quiteños. Un cinturón de fuego formado por grandes colosos cuyas cimas nevadas agrandan mis ojos somnolientos.
Aterrizamos. El corazón me latía con fuerza cuando una vez cruzado el último control de maletas, salgo a la recepción del aeropuerto de Quito. Allí se abría una fila, donde a los lados y separados por vallas, habría decenas y decenas de ecuatorianos esperando a los seres queridos que venían de España. Mi nerviosismo aumentaba paseando con mis maletas por aquella fila mientras se oían los gritos de la gente. Volvía a Quito después de cuatro meses. Todos los recuerdos de mi primera llegada se me venían a la mente. Era agradable que al aterrizar me encontrara a caras amigas que me esperaran para recibirme así que buscaba y buscaba a mis amigos españoles con los que había quedado. Terminé la fila, salí a la calle… ¿Dónde estarán?... Espero, veo todos los reencuentros de la gente, busco. No hubiera sido difícil distinguir a alguno de mis amigos ya que, con todo el respeto y el cariño al pueblo ecuatoriano, los quiteños no fueron bendecidos con el don de la altura. Pero en fin, los españoles tampoco lo fuimos con el de la puntualidad. Así que, después de un rato sin saber donde meterme y preguntándome qué habrá pasado, veo por fin dos caras amigas. Ya pensaba que era el patito feo del avión, o quizá lo fuera, pero qué ilusión me hizo reencontrar viejas caras en mi regreso. No tardan en hacerme un breve repaso de la actualidad quiteña.
Dejo las maletas en su casa. Descanso un poco y al ser el jueves, día laborable, salgo en dirección al edificio de las Naciones Unidas para certificar mi llegada. Voy recorriendo las calles. Camino por el parque de la Carolina. Es mediodía y está repleto de gente. Me recuerda a Berlín, donde los parques se convierten en centro neurálgico del ocio. La gente descansa, hace deporte, come, entrena, reza y puedes ver cosas inimaginables que jamás te esperarías contemplar en un parque. Excepto una, un cartel que diiga: “No pisar el césped”. A los lados de la ciudad, se levantan delineando este valle el volcán Pichincha y otras montañas. Cruzo la carretera y veo como siguen muchos serranos vendiendo sus frutas y verduras en los semáforos, o niños haciendo malabares para conseguir unas monedas. Mi instinto se reaviva y mientras ando. sin pensarlo cambio de acera cuando intuyo peligro por donde voy.
Un amigo me dijo una vez que en su primera experiencia en el extranjero le encantaba ver las nuevas cosas que descubría con los ojos entusiasmados de sus compañeros. Es decir, le encantaba disfrutar de como su amigo arquitecto veía los edificios, o como su amigo músico veía a los artistas callejeros, etc. Recordando sus palabras pienso como vería la gente que echo de menos de España lo que yo tengo ante mis ojos.
Durante el trayecto siento un miedo interior. Parece que fue ayer cuando recorría estos caminos y todo me resulta familiar y conocido. Este hecho de no sorprenderme me produce la reacción de comparar mis sensaciones de hoy con las de la primera vez hace diez meses y reflexiono si todo será igual de bueno como aquel entonces, si merecerá la pena haber vuelto cuando ya poco me sorprende, si mi nuevo trabajo a realizar llenará el vacío que produce la distancia insalvable del océano. Me siento sorprendido. En vez de estar más confiado y seguro por conocer todo, me siento con más nervios y miedos. De algún modo, el acto de repetir de nuevo algo entraña una responsabilidad de mejorarlo en la segunda vez. Instintivamente se comparan las sensaciones de hoy y de ayer.
1 comentario:
Borja, te admiro un montón! otros 6 meses que nos abandonas! espero saber de ti.
el verano muy bien! descansando en el pueblo y haciendo cosillas.
Espero que a tu vuelta de Ecuador, nos conozcamos.
un besazo
y cuidate muchooo.
Nuria.
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